domingo, 12 de mayo de 2013

27 horas

En 27 horas puedes enamorarte y en 29 también, casi con la misma facilidad que desenamorarte. No exactamente igual porque el amor cuando llega arrasa y es muy difícil ponerse a salvo, sobre todo de algo que te hace sentir lo que nada más puede hacerte sentir, ni siquiera eso que tanto te gusta como el helado de galletas oreo o las fresas con nata.

27 horas pueden convertirte en la protagonista de una película increíblemente romántica tan difícil de creer que en milésimas de segundo no puedes creértelo y decides muy a conciencia que desde ese momento ya no vas a querer más, como si se pudiera decidir tranquilamente, mientras te fumas un cigarro lo que vas a sentir por dentro en una planificación exacta de lo más conveniente para todos. Para nadie en realidad.

Cuando un tiempo comprimido y estirado como 27 horas pueden recordarse como la verdad más auténtica del mundo o como la mentira mejor diseñada, la alegría y la tristeza se convierten en un líquido denso que se mezcla con la sangre y te hacen caminar de una manera muy rara, como un títere al que le tiemblan las piernas y titubea en su pequeño escenario.

De todos modos, tener una especie de guión para escribir en formato de corto cinematográfico tiene mucho encanto porque puedes lanzar un estreno super original o incluso inspirarte en los films que otros escribieron y que te hubiera encantado escribir a ti. Una libertad de ciencia ficción con la que inventar tu propia historia en tonos violeta y planos cortos, tan cortos como el amor. Al fin al cabo, puede ser un privilegio,según decidas mirarlo con los ojos todo lo abiertos que eres capaz y el corazón todo lo abierto que eres capaz. Lo malo es cuando piensas que muy capaz no eres. Haber aprendido a comerte una cereza al cien por cien como metáfora de que lo más interesante de vivir es conseguirlo al cien por cien, hace que ya no haya marcha atrás porque todas las palabras y silencios que te componen se transforman en un cien por cien casi insultante.

Y así se intenta seguir caminando, con un montón de ecuaciones en la cabeza a las que no hacer demasiado caso y una canción para tararear incansablemente en voz alta o bajita depende del calor que ese día consiga sentir la piel.


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