martes, 17 de abril de 2012

Perdida en la generación perdida

Yo nací un año antes que Benjamín, pero como él, crecí viendo espinete, jugando a girar el trompo, a intercambiar cromos y a "beso, atrevimiento, verdad" (que ganas por entonces de sentir el primer roce, ese que tantas veces habías admirado en las películas) También saqué buenas notas en mi promoción, no repetí nunca, terminé mi licenciatura y disfruté de la Universidad. Sobre todo de la cafetería, donde descubrí personas extravagantes, de mentes extravagantes pero inexplicablemente apasionantes. La mayoría, mucho más parecidas a mí que las que encontré en ningún otro espacio. La biblioteca fue mi segundo refugio solitario, porque además de visitarla para sumergirme en los mundos de la Filología Hispánica, me acurrucaba en las mesas del fondo, junto a los ventanales para escribir y escribir, en lugar de ir a clase.

Benjamín se formó tan bien como yo y proyectó su futuro hacia lo que tanto nos habían prometido y, del mismo modo que yo, también creyó que era capaz de conseguirlo porque como bien nos habían dicho "éramos la generación sobradamente preparada que necesitaba España".

Los dos ahora adelantamos el pie hacia a la treintena y miramos a nuestro alrededor desalentados ante el panorama desolador que nos rodea y la gran mentira con las que nos sorbieron el cerebro. Ni somos los que inventaron, ni vivimos el futuro que dibujaron en el aire como una pompa de jabón. Nos miramos las manos y suspiramos, conscientes del árduo trabajo de reconstrucción.

Queremos un final feliz, pero no el que nos contaron. Queremos ser quienes somos, descubrir que quedó de auténtico en el interior y qué queremos hacer con él para construir el mundo que deseamos vivir. Una utopía a la que aferrarse aunque también muchos días provoque desaliento.

Me agarro de la mano de Benjamín, yo tampoco quiero formar parte de la generación perdida.


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